Conocí (a lo lejos, como espectador) a Alfredo Molano en una conferencia que dictó como cierre de una reunión de la Asociación colombiana de la ciencia, a mediados de los ochenta.
Ya era entonces un investigador y autor reconocido por haber inaugurado un modo de recoger y presentar historias de vida que pronto se reconoció como literatura testimonial, un género híbrido que utiliza las estrategias narrativas de la novela para contar (y denunciar) historias reales, generalmente obtenidas a partir de un trabajo etnográfico.
Me impresionó el recuento de su experiencia en la Universidad Nacional como estudiante y discípulo de figuras tan importantes para el desarrollo de la disciplina sociológica en Colombia como Camilo Torres, Eduardo Umaña y Fals Borda. Pero lo que hizo de ese encuentro un verdadero acontecimiento para mi, fue el relato de su descubrimiento de lo creativo como fuerza transformadora, alterna a la violencia revolucionaria (que en ese momento ya parecía destinada al fracaso), un tema que, bajo la influencia de ese Camus de El hombre rebelde que todos en la Universidad habíamos leído, inspiraba el intento de opera prima en el que andaba por entonces sumergido.
Sentí sus palabras como un manifiesto de lo que yo mismo estaba descubriendo y estaba registrando en mi novela y por eso incluí sus palabras en la forma de una de las voces que configuran uno de los apartados textuales junto con otros testimonios reales y apócrifos de la visión de los oscuros años ochenta en Colombia y el mundo.
Me valí de mi posición en la entidad en la que trabajaba entonces (el INEA) para conseguir la transcripción del discurso de Molano, un recurso que me hizo sentir todo un estratega y que me animó a seguir escribiendo ese relato que quería ser el llamado y la apología del acto creativo.
Después lo seguí en la academia y hoy lo sigo trabajando en mis clases. Leí siempre que pude sus columnas y hasta tuve como estudiante en mis cursos a uno de sus sobrinos.
Mi admiracion se enfocaba en el conocimiento y compromiso con la Colombia profunda, la que es invisible para quien, cómodo en su casa de barrio de la capital, ignora los sufrimientos y luchas constantes, eternas, de la gente explotada y menospreciada por las élites políticas, económicas y mafiosas que han gobernado y dirigido los destinos del país.
Estaba muy activo en la Comision de la verdad, una institución que intenta esclarecer los secretos y dimensiones del conflicto en Colombia y donde Molano venía aportando mucho, cuando un 19 de octubre de 2019, se anunció la triste noticia de su muerte.
Cuando en la tienda de objetos retro a la que fui a comprar un tocadiscos vi el libro póstumo de Molano (ese otro objeto retro inesperado), supe que su lectura iba a ser una experiencia tan impactante como la de su discurso más de 30 años antes. Imaginé enseguida el tono de presentación de la Colombia profunda que contendrian las cartas de Alfredo a su amada nieta Antonia y sus efectos en mi horizonte de expectativas.
Y no me equivoqué. Las tres condiciones que caracterizan todo acontecimiento se concretaron casi inmediatamente. En primer lugar, la singularidad del hallazgo del libro, una obra de la que no tenía noticia y que hizo de mi nuevo encuentro con Molano algo fortuito e inevitable y a la vez prometedor. Sabía, porque también soy abuelo porque amo a Martín de un modo indecible y porque me interesa que él conozca y sea capaz de reconocer la tragedia de nuestro país y algunas terribles verdades de este mundo, que el libro me iba a permitir al menos dos cosas: hacer parte de las enseñanzas de Alfredo que no son solo para Antonia, y vislumbrar algún modo de llevar a cabo ese proyecto que se sincroniza con el de Molano: escribirle a Martín algunas cartas para ampliar y hacer perdurable de algún modo nuestra bella interactividad.
Y efectivamente me fui encontrando las historias, las complicidades y la intimidad propias del género epistolar magistralmente desarrollado por Molano en ese libro que si le creemos al hijo de Molano en el prólogo, era un libro intencionado y ya terminado. Hubo, claro, sorpresas (efecto de contingencia del acontecimiento) como la insistencia en algunos capítulos en la experiencia taurina o el tono autobiográfico un poco cerrado a ratos, con menos dialogismo que en la mayoría de esa parte central del libro que son las cartas.
Hay momentos realmente conmovedores y esclarecedores como los registros de la explotación agresiva y los sufrimientos de la gente en las regiones de nuestro país o esos recuentos del conflicto de nuestro país que tanto duelen y tanto paralizan.
Historia del país, conocimiento social, capacidad para reconocer estructuras perversas y permanentes de autoritarismos y corrupción, pero también claridad de los límites a los que se enfrenta el sueño de cambios a nuestra situación. Por momentos optimismo (frente al proceso de paz tan lastimosamente torpedeado por este gobierno). En fin esta parte del libro podría definirse como una Colombia profunda explicada para niños.
Al final, en la parte más dramática del libro, una especie de diario del deterioro físico de Molano que contrasta con la lucidez y la capacidad de escritura que mantuvo hasta pocos días antes del final.
Como parte de la contingencia de la experiencia de lectura está la parte final del libro, el diario de Antonia y la despedida, tramos en los que podemos acceder a la voz de Antonia, el registro de sus aprendizajes y la escritura más conmovedora de la obra (al punto de haberme sacado algunas lágrimas sinceras).
Lo accidental de la experiencia está en la conciencia retro de la propuesta de Molano. Al plantearme la posibilidad de escribirle cartas a Martín, me doy cuenta que no podría hacerlo en el formato del libro. Tendría que ser una experiencia transmedia. Un contenido que incluya texto si, pero también imagen, audios, vídeos y juegos. Un contenido en el que él pueda participar con sus ideas y sus propias experiencias. El solo texto no sería suficiente. El tiempo del libro se junta al tiempo del juego y al de las imágenes.
Eso no lo tendría claro si no hubiera leído el libro de Molano, si no hubiera imaginado a Martìn como lector. No, Martín no es un lector, es un post lector y mi obra, mi comunicación con Martín debe ser un post libro, un contenido que lo atraiga, que le hable y genere en èl un diálogo productivo.
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