En esta obra, y siguiendo la tradición inaugurada por la novela burguesa (Flaubert, Dostowesky, Proust), Noteboom nos propone una visión radicalmente subjetiva de la realidad, esa que emana y debemos aceptar desde la voz interior de Arthur Daane, el protagonista del relato, quien al comienzo de la historia narrada deambula por un Berlín albino y extremadamente frío en busca de imágenes para su película soñada, pero sobre todo intenta llenar los vacíos de tiempo, esos momentos que enlazan un paso al otro en su caminar monótono, llenarlos con lo que el narrador llama “meditaciones instantáneas”: ocurrencias repentinas que van mutando de contenido casi tan imperceptible como maravillosamente.
Cito: “Él rió. Con esos pensamientos no había atravesado aún la Steinplatz. Era asombroso cuánto se podía pensar en unos cuantos metros… ¿De dónde provienen las ocurrencias repentinas?” (26). Como Faulkner antes (en Mientras yo agonizo), en esta novela, manifestación sutil de lo que Kundera denominó: “La llamada del pensamiento”, nos vemos obligados a reconstruir la acción externa por la acumulación de momentos interiores, que son a la vez los que revelan la inmediatez de la vida del personaje. Pero a diferencia de la novela burguesa que confía en la iluminación global del universo a través de la organización de los fragmentos del pensamiento, Noteboom sabe muy bien que no es posible dicha reconstrucción. Sólo es posible asombrarnos con la capacidad para pensar y discernir pues, como lo afirma esa otra voz de la novela, el coro (y de la que hablaremos más adelante): “somos los únicos seres en todo el universo que podemos conquistar la inmensidad del espacio y del tiempo, por la facultad del pensamiento” (53).
Pero hay una curiosa y sutil evolución de esa “llamada del pensamiento” y es el vínculo de la novela con esa otra característica de la obra del holandés: su literatura de viajes. Si acudimos a la definición que el propio Kundera hace de las novelas de pensamiento, podemos observar en qué consiste dicha evolución: veamos. Dice Kundera: “Musil y Broch dieron entrada en el escenario de la novela a una inteligencia soberana y radiante. No para transformar la novela en filosofía, sino para movilizar sobre la base del relato todos los medios, racionales e irracionales, narrativos y meditativos, que pudieran iluminar el ser del hombre; hacer de la novela la suprema síntesis intelectual. ¿Es su proeza el fin de la historia de la novela, o más bien la invitación a un largo viaje?”.
Pues bien, en la obra de Noteboom, la última frase de Kundera se puede aplicar literalmente. Como se sabe, es una constante de la obra de este escritor la relación entre literatura de viajes y ficción o lo que es lo mismo, entre realidad y ficción, tal como se ofrece en el modelo de ficción posmoderna en el que, siguiendo a Javier Aparicio, este escritor “se mueve siempre como pez en el agua”. Ya desde El desvío de Santiago (libro de viajes de 1992, que vuelve a resonar en esta otra novela), Noteboom se ganó el reconocimiento como escritor viajero y cronista y mostró un estilo en el que el viaje (interior y geográfico) es pretexto para digresiones eruditas y especulaciones de todo tipo, muy a la manera de autores “como Sebad o Magris que eluden narrar historias y optan por especular con ellas” (Aparicio, 416).
Viaje y pensamiento, pensamiento que es viaje, viaje que sirve para pensar, todas estas combinaciones se desarrollan en la obra de Noteboom. Y parte del pensamiento que se despliega es del tipo metaficcional, es decir, reflexiones sobre al acto creativo que tienen quizá su mejor expresión y antecedente en su novela Una canción del ser y la apariencia de 1998, en la que Noteboom concibe una conversación imaginaria entre dos escritores: uno temeroso de su oficio, angustiado ante la página en blanco, indeciso, y otro profesional, convertido en expendedor mercantil de historias. Allí se reflexiona sobre el papel del escritor en nuestra sociedad y se cuestiona el concepto mismo de realidad, cuando se afirma que la imaginación es una forma de realidad, pero también que la realidad es sólo imaginación: “No dudas de la autenticidad de tus personajes -afirma, muy a lo Borges, el escritor pragmático-, sino de la autenticidad de ti mismo. Si puedes inventar a alguien, también alguien te ha podido inventar a ti”. Y en relación con la vida o impacto de lo literario afirma al final del texto: “Has convivido con unos personajes durante un año o dos, los has enviado a recorrer el ancho mundo. Ahora los has abandonado, los has dejado solos en una estación de tren…”
Pero también en esta novela aparece ya otro rasgo característico que va a evolucionar en El día de todas las almas: la tematización del lector (“¿Qué otra cosa era el lector -se dice en la novela mencionada arriba- sino el posible tema del relato?”). ¿Pero qué es lo novedoso en este caso? Pienso que dos asuntos: de un lado, la brevedad de esas interrupciones “meta ficcionales”, muy consciente Noteboom ya de que demasiadas interrupciones, o muy largas, a la historia pueden afectar el efecto narrativo (y en este caso, hay una historia que contar antes que nada); y, de otro lado, la calidad de esas intervenciones:
“No, no os preocupéis -advierte el narrador-, no interrumpiremos en exceso esta historia. Cuatro o cinco veces a lo sumo, y siempre muy brevemente. Dejadnos” (54).
“Y ¿que quiénes somos nosotros? –se explica- Digamos que el coro. Un incierto organismo registrador que puede ver un poco más allá de vosotros, pero sin verdadero poder: aunque quizá pueda también darse el caso de que aquello que perseguimos solo nazca por obra de nuestro mirar” (54).
A la manera Brechtiana, este coro, no cuenta, sino que reflexiona sobre los límites de nuestra existencia humana y de nuestra observación de los hechos reales. Se dirige al lector, indudablemente, lo interpela, a veces de manara dura, y le hace ver cosas que la narración misma no puede ofrecer:
“Todo es al mismo tiempo real y una ilusión, y vvir con eso no es tarea fácil”
“No podemos hacer más –advierte este curioso narrador- de lo que hacemos, pues nuestro poder, si es que tenemos alguno, termina con la observación, con la lectura de pensamientos tal y como vosotros leéis un libro. Debemos seguir, pasamos páginas, oímos las palabras de sus pensamientos…”
Claro que también nos ofrece momentos de síntesis así como anticipaciones; este coro es una especie de confidente del lector que ofrece eso que el narrador seleccionado y por tanto limitado que nos cuenta lo demás, no puede hacer. Es también una suerte de descanso o tal vez de azotea de los acontecimientos que funciona como intermezzo que uno aprende a esperar y a valorar.
A diferencia de otras novelas de Noteboom, en esta obra, la reflexión sobre el proceso creativo no tiene como sujeto al escritor y por tanto no es la literatura su foco, sino la producción cinematográfica y más aún: lo que Omar Rincón llama, la condición video. En efecto, Arthur Daane es un documentalista cinematográfico de larga trayectoria que lleva varios años empeñado en un proyecto particular: tomar imágenes de lo que él llama la vida anónima, sin ningún orden, ni plan, con la esperanza de lograr al fin material para una película de expresión personal.
Esta situación tiene al menos dos implicaciones. De un lado, lo que podríamos llamar la extensión de la ciudad letrada, con la acogida que se le da a un cineasta como parte de la intelectualidad más fina y sutil, representada en este caso por el círculo de amigos que rodean a Daane, nada menos que un filósofo, un artista y una científica. Pero no sólo es que al cineasta se le permita hacer parte del club letrado más tradicional y exclusivo, sino que él mismo se comporta como un letrado, con su erudición, con su capacidad para reflexionar y relacionar referencias cultas y producir o proponer ideas lúcidas.
La otra implicación es la de dar estatus creativo al trabajo del cineasta. Esto se logra con las reflexiones sobre la obra y la expresión cinematográfica, que no por casualidad se considera análoga a la escritura literaria.
En efecto, Daane se ha propuesto filmar lo anónimo, lo oscuro, es decir todo lo contrario a lo que dicta la “razón cinematográfica” que pide que el cine sea visto, y que hace decir a la gente que hace cine cosas como: “allá tú si pretendes hacer de la penumbra tu especialidad, pero aquí no vengas con esas cosas y luego en la televisión, menos todavía”, o “hay recursos técnicos para mostrar o sugerir esa parte del día, pero tú no quieres usarlos”. Danne, sin embargo está interesado en esas horas entre la noche y el día o el día y la noche, con todos sus matices de gris:
“Lo más bonito era, pensaba, cuando ese gris tenía los colores de la película, el brillo enigmático del celuloide. Oscuridad que parecía gatear despacio hacia arriba desde el suelo o intentaba desparecer de nuevo en él, y en esa oscuridad todas las formas de luz posibles: la del sol que sale o desaparece. Sobre todo cuando éste no se veía porque era entonces cuando se convertía en algo fascinante” (61).
Expresión personal, proyecto sin meta y sin forma (“Si se le preguntaba qué hacía con todos esos metros de película, no tenía respuesta convincente: no formaba parte de nada…”) que aleja a Daane de su labor oficial (documentalista) y lo acerca al perfil del artista incluso al de escritor:
“Él filmaba como un escritor va tomando notas, quizá fuera ese un buen símil. En cualquier caso lo hacia para sí mismo”
Esa decisión de filmar para sí mismo, entra en contradicción con lo que se espera de formas más industrializadas como el cine o el video.
“¿Qué se proponía entonces con ello? Nada por el momento. Conservarlo. Quizá fuera sólo por ejercicio como algunos maestros chinos o japoneses habían dibujado cada día un león para el futuro… Alguna vez podría filmar un crepúsculo como nadie lo había hecho. Y a esto se le añadía otro elemento: el de la caza. Cazar, coleccionar… llegar a casa con algo, así de simple era” (61).
Pero el símil con la escritura se agota quizá en lo técnico, pues a la hora de definir la intención creativa, se acude a la capacidad intrínseca del filme:
“Lo que le importaba a él era algo que no se podía explicar con palabras, desde luego no a otros, algo que él llamaba la inmaterialidad del mundo, que suponía la desaparición de los recuerdos sin dejar huella”.
La reflexión sobre el “proyecto” de Daane es rica e intensa, involucra a sus amigos letrados y define de alguna manera cierta universalidad del arte, esa manera de expresar sin los condicionamientos del mercado o de la industria cultural.
“Sólo después se había atrevido Arthur a comentarle (a su amigo Arno) su otro proyecto más secreto, todos esos fragmentos filmados en muchos años que, a primera vista, no guardaban una lógica, fragmentos en ocasiones tan breves como el que había cazado esa tarde en la nieve… piezas de un puzzle gigante que quizá en un futuro consiguiera encajar” (72).
Y es que podría arriesgarse aquí que el equivalente al ejercicio creativo literario en un mundo en el que la imagen tiene el don de la ubicuidad, en un mundo fascinado por la reproducción visual, en este mundo de la hiper visualidad, es el video en su clave expresiva.
El video es la cámara, dice Omar Rincón, y la cámara es una máquina semiótica. El video promueve que haya una construcción personal a través de todas las posibilidades de producción y de creación que ofrece como tecnología y estética. El video no es una arte, como tampoco lo es la expresión escrita, pero como ella, es un medio que puede utilizarse para crear un producto artístico.
“La forma video, afirma Rincón, se caracteriza por ser fragmentada, por expresarse en condiciones de velocidad, por permitir diversidades audiovisuales y por responder a la necesidad del ser humano de hacerse visible en las sociedades de riesgo cultural” (205).
Y al profundizar en las condiciones que marcan al video como narración, quizá podamos acercarnos a la obsesión de Daane por su proyecto. Siguiendo a Rincón de nuevo, el video está marcado por una estética imperfecta, en la medida en que es una mirada que cambia en cada exposición. Es también una narración improbable, un significado incierto, una condición flujo, es un proceso de devenir siendo. Pero el video, que curioso, no tiene como horizonte de pensamiento la autorreflexión y quizá esto explique la necesidad del “coro” en una novela que como la de Noteboom, narra al parecer siguiendo la condición video como modelo; es entonces el coro el lugar donde se expresa la reflexión que solo puede hacerse con la palabra. Pero también, el video es una narración individual (y que cercano esto a la escritura), incluso una búsqueda por fuera de lo mediático, una condición de resistencia.
El video expresa la necesidad de involucrase personalmente en la producción de imágenes. Pero además, el video versa sobre la diferencia, inserta, dice Rincón, la posibilidad de la diferencia sensible, crea nuevas posibilidades de diálogo entre sujetos:
“El video, sugiere Rincón, es un espejo de cómo venimos produciendo referentes en la sociedad. El video es una representación de subjetividades: pone énfasis en el yo-sujeto-que-realiza y se pregunta ¿quién tiene derecho a representar a quién?” (212).
Quizá por eso Daane con su proyecto establece una fuga que no sólo lo aparta de la producción industrializada de imágenes, sino que le permite hacer crítica a otro tipo de producción de las mismas, y muy especialmente a las imágenes periodísticas, tanto de la prensa escrita como de la televisión. Y se propone por eso un proyecto artístico o por lo memos expresivo, es decir, un modo de captar y de intervenir las imágenes que ofrezca nuevos e innovadores sentidos, como ese de la penumbra y del anonimato que configura su proyecto secreto.
Nada mejor para el proyecto de Daane que esta definición de Rincón de “video expresión”: “Video como acto de comunicación, lugar de liberación y artefacto narrativo. No busca ser arte, sino expresión pura; su intención es develar como viene siendo cada uno; su potencial, posibilitar el becoming de cada ser-expresión. Aquí se busca constituir modos de expresión que pretenden dilucidar y comunicar las resistencias y los modos de subjetividad contemporánea” (212).
Y en ese proyecto hay, finalmente, poesía en el sentido de que no hay un propósito claro sino que en lugar de eso hay mera gratuidad, misterio en estado puro. Y nada mejor para mostrar ese carácter poético del proyecto que esta larga perífrasis de las reflexiones del narrador:
¿Sabía -Daane- con exactitud lo que quería? ¿Cuánto tiempo se concedía para llevar a cabo su proyecto? ¿Terminaría alguna vez? ¿O eso no importaba? ¿No era necesario darle una forma precisa, una composición? Lo que le daba unidad a esas imágenes que encontraba y con las que trabajaba era el haberlas elegido y grabado. Así como para los poetas tampoco había ningún patrón fijo, excepto el hecho de que la mayoría partía de una imagen, una frase, un pensamiento que les había sobrevenido de repente y que habían apuntado sin comprender muy bien la razón, así él filmaba esas imágenes llevado por la pura intuición.
¿Sabía ahora con exactitud por qué, por ejemplo, había grabado ayer por la tarde esas escenas en la Postdamer Platz? Tal vez no, pero sí sabía que esas imágenes formarían parte de “ello”. ¿De qué?
Además, ésta no era una película por encargo, sino que la pagaba él mismo, porque quería hacerla a cualquier precio, quizá como un poeta quería hacer un poema. Él hacía una película que no pedía nadie, igual que tampoco nadie pedía nunca un poema.
De otro lado, el hecho de que esta película tuviera que ver con el tiempo, con el anonimato, con la desaparición y con la despedida, no era algo que él hubiera buscado, era sencillamente así, se imponía. Pero no debía preocuparse sino más bien confiar en que surgiría al fin la claridad de ese caos. Y si salía mal, no tenia que rendir cuentas a nadie.
La ciudad letrada abre así sus puertas y da estatus de poesía, de arte, a la condición video, admite el video como expresión bajo el requisito de que el cineasta, se comporte y se comprometa como el artista. Sólo si trabaja, elabora, se aparta de las determinaciones del mercado, habla y reflexiona como un intelectual, sólo si se deja retratar desde la literatura, sólo si es visibilizado por la literatura, puede acceder a un lugar en la ciudad letrada.
Lo ha dicho ya Ana María Amar Sánchez: la literatura atiende el código masivo, lo lleva a su recinto sagrado, lo admite, sólo a condición de delatarlo, en una dinámica de seducción y de traición que pretende dar cuenta de “eso otro”, sin caer en la otredad total. En este caso, la novela de Noteboom da cabida al cineasta, a la condición video, los compara incluso con el poeta y con la poesía, pero no se convierte en video, ni si quiera en el guión de una posible película, sino que más bien refuerza la imposibilidad de otros medios para cumplir la función que ha cumplido hasta ahora la literatura. Lo ha dicho Carlos Fuentes:
“La novela ni muestra ni demuestra al mundo, sino que añade algo al mundo. Crea complementos verbales del mundo. Y aunque siempre refleja el espíritu del tiempo, no es idéntica a él”.
El día de todas las almas refleja el espíritu de su tiempo, pero no se identifica con él, más bien propone una diferenciación radical de doble cara: por un lado recurre, regresa (¡!), al coro como estrategia de auto reflexión (esa auto reflexión que no es posible en el video o en el cine) y, como decíamos al principio (la serpiente se muerde la cola), nos propone una visión radicalmente subjetiva de la realidad, esa que emana y debemos aceptar desde la voz interior de Arthur Daane, el protagonista del relato.
Por eso quizás, se me ha ocurrido por fin una posibilidad de novela que podría romper con la fascinación y el bloqueo escritural que ha producido en mí la atención a ese otro signo de nuestro tiempo que es la tecnología interactiva. Escribir la historia de ese otro hombre (también documentalista) que quiere dar cuenta de un Ulyses cibernético… ya no hacer un documental interactivo como narrarlo, traicionarlo en la novela…. Pero esa es otra historia….