Palabras pronunciadas el 30 de junio de 2022 con motivo del ortogamiento de la Distinción Universitaria Cruz de oro San Francisco Javier.
¿Qué puedo decir de mi larga experiencia en la Universidad, cuando solo tengo 10 minutos para hacerlo? Si contabilizo los años desde mi inicio de los estudios de maestría de literatura en el segundo semestre del 87 hasta hoy, cuando sigo trabajando más allá de la jubilación, son 35 años continuos de asistencia y labores en la Javeriana, pues poco antes de graduarme fui invitado como Profesor de cátedra y a partir del 95 ejercí como profesor de tiempo completo.
La pregunta es entonces: ¿como hacerlo?
Ensayé varias posibilidades y me quedé con esta forma: listar algunos momentos de esa vívencia que en realidad solo son enunciados de un gran hipertexto que requiere tiempo y espacio para su expansión.
Así que, a sabiendas del ritmo monótono que implica todo listado, me arriesgo a hacerlo ahora, acudiendo como método a lo que Michelle Serres llamó pensamiento vuelo de mosca, pensamiento de libre asociación que solo busca sobrevolar un territorio (en este caso el de mi memoria) sin posarse en ningún lugar específico. No hay pues un orden ni cronológico, ni lógico sino puramente emocional en este discurso.
¿Cómo olvidar los nervios en la entrevista que me hicieran el padre Marino Troncoso, Cristo Figueroa y Luz Mary Giraldo cuando en el segundo semestre del 87 osé solcitar un cupo en el programa, presentando como credenciales mi trinufo en un reciente concurso nacional de cuento y mis ganas de ser escritor?
¿Qué decir de la sorpresa y alegría al saber que había sido aceptado, bajo la condición de nivelar algunas asignaturas que debería tomar en el pregrado?
Imposible no recordar la experiencia de varios años, asistiendo en las noches a la universidad para cursar la maestría, gozando cada aprendizaje, cada amistad, cada paso que lentamenta daba en esa ruta llena de incertidumbres y expectativas. También interesante la vivencia en aquellos años de cursar con otros estudiantes más jóvenes, los de pregrado, las asignaturas de teoría literaria que debía tomar como condición de nivelación. De esas vívencias, el recuerdo de una figura especial: el entonces brillante y joven estudiante Juan Felipe Robledo, modelo del intelectual, cuyo desempeño, y sin que él lo supiera, se convirtió en una meta a alcanzar, en todo un desafío para mí.
Cómo no agradecer la oportunidad que me dieron Cristo y Luz Mary en 1992 de dictar mis primeras cátedras de literatura, e iniciar así la larga carrera como docente en la Universidad?
Recuerdo especialmente la entrevista con el entonces Vicerrector Académico el Padre Jorge Enrique Pelaéz, cuando la Facultad sugirió mi nombre como director del programa de estudios literarios en el año 1996. Entré con nervios a su despacho, pero convencido de mi capacidad para enfrentar el cargo y terminamos hablando de literatura, una de sus grandes pasiones el padre Pelaéz.
Especial también fue la conversación con el Padre Antonio José Sarmiento en una jornada de trabajo con los directores de carrera en el año 98 que me reafirmó algo que yo tenía claro, pero para lo cual no contaba con las palabras precisas: ser director en la Javeriana no es solo, no es tanto una carga admnistrativa como un bello servicio, delicado e imprescindible sobre todo por lo que implica en términos prácticos y humanos la atención de estudiantes, de sus vidas, de sus inquetudes, de sus potencias. La idea de servir como proposito fundamental de los cargos directivos fue siempre una guía fundamental en los más de 20 años de responsaibilidad de dirección que tuve en la universidad en distintos puestos.
Imposible no evocar ese momento crucial, cuando el Padre Remolina, ya nombrado como Rector, me citó en la sala de la decanatura, allá en la vieja casita Italo de la séptima, donde operó por tantos años la Facultad de ciencias sociales, para ofrecerme la posibilidad de asumir el cargo de Decano Académico en pareja con el Padre Enrique Gaitán, quien sería el Decano del Medio Universitario.
Ah y el padre Gaitán, ese segundo padre para mi, mi maestro, mi colega, mi amigo, mi guía espiritual, gran hombre con quien tuve no pocos desacuerdos y discusiones, todas de gran altura; una figura determinante en mi vida. Valga aquí el homenaje.
La sala de la decanatura y del consejo allá en esa vieja casa que según varios albergaba sus propios fantasmas, es un espacio que trae muchos recuerdos. Uno de ellos, la reunión con el padre Alfonso Borrero, quien llegó inesperadamente una tarde a mi oficina, enterado por el correo de las brujas de mi intención de reabrir la carrera de Sociología. Qué encuentro maravillloso, una lección de historia, de universitologia y un espaldarazo inesperado, no solicitado, pero decisivo para un sueño que poco después se hizo realidad: la apertura de dos programas nuevos y necesarios en la universidad: Sociologia y Antropología que se sumaban a la nada fácil oferta de estudios culturales que empezó a funcionar en la facultad por aquellos años.
De mi tiempo como decano imposible olvidar el momento en que obtuve, en los tiempos programados y contra todo pronóstico, mi título de doctor en filología en el año 2002; esfuerzo titánico el de responder a la vez con las obligaciones de la decanatura, con mis clases que nunca abandoné y con las responsabilidades del doctorado.
Un tiempo clave, algo más de cuatro años, fueron los que siguieron a mi desempeño como decano. También por llamado del padre Remolina asumí el cargo de director de lo que entonces se llamaba el Centro de Universidad Abierta. Duro reto aquél, lleno de decisiones muy dificles, quizás la más compleja de todas: reducir personal, ajustar la unidad. De ese trabajo intrincado quedaron dos aportes a la institución: la creación en el año 2004 del Ceantic, primera unidad en la universidad encargada de prestar atención a las distintas iniciativas digitales, verdadero antecedente, así lo quiero ver hoy, de la recién creada Dirección de Transformación Digital. El otro aporte se quedó más en el papel, guardada en algún escritorio, pero operó informalmente durante dos años: la unidad de gestión regional, una estrategia administrativa y académica que propuso hacer de los llamados centros regionales, nodos de una red de gestión de la oferta académica en las regiones del país y que me permitió conocer una Colombia profunda, necesitada, que hacía un llamado a la Javeriana para apoyarla en su formación y desarrollo.
El regreso a la Facultad en el 2008, implicó retomar en pleno mi actividad docente e investigativa, ya direccionada desde antes en los temas de Cibercultura, educación virtual y nuevas Narrativas, enriquecida ahora con los temas de las humanidades digitales y las ciencias sociales posthumanas.
Tres hitos en estos años de retorno a la Facultad ocupando nuevas responsabilidades directivas. Uno fue el reto y el desarrollo durante dos años, 2011 y 2012, 64 episodios, del programa radial de la Facultad: Hologramas Sociales cuyos podcasts todavia se pueden consultar. Otro, a un nivel micro, como docente, fue la dificultad grande, insólita, que tuve con un grupo de estudiantes al que quise ofrecer una formación básica en humanidades digitales y que me demostró cuán inmaduros estábamos entonces para asumir nuevos retos ya instalados en la cultura. El último hito fue un revés en mi gestión: la no acreditación de la maestría de literatura que yo dirigía. Pese a un esfuerzo colectivo grande, ese reconocimiento no fue posible. Pero lo asumo menos como fracaso que como lección, como un oprtunidad para más inteligencia y no solo para mí, sino sobre todo para el programa y para la universidad.
Capitulo aparte, es el de los años de la pandemia que nos obligó a todos a reinventarnos de urgencia, no solo como profesores o estudiantes, sino como personas. Además de mi labor como docente retado por las circunstancias, tuve la gran oportunidad de servir de nuevo, cuando la doctora Sandra Romero, directora del CAE+E me llamó para acompañarla en un bello proyecto que ella diseñó como instrumento complementario para la atención y apoyo que el centro debía ofrecer a los profesores de la universidad: el observatorio de prácticas pedagógicas emergentes OPPE, que coordino desde entonces y hasta la fecha.
Termino con el homenaje a una presencia trasnversal: la de mi familia. Mis dos hijos, Daniel y Juliana, muy javerianos ellos que desde muy pequeños conocienon los más escondidos recovecos físicos e institucionales de la universidad. Yaneth quien siempre participó con su sabio criterio en las distintas y a veces dificiles decisiones que tuvimos que tomar. Siempre ahí dispuesta, dispuestos, a ayudar a consolidar una visión colectiva y juciosa del trabajo en la universidad.
La pandemia también me dió la oportunidad de volver a ser niño, gracias a la compañía, retos y alegrías de mi querido nieto Martin Galindo Rodríguez como sé que él, presente aquí, quisiera que lo nombrara.
Ahora, lleno de proyectos personales, de obras en el tintero que esperan ser escritas, de ganas de crear, solo me queda agradecer a la javeriana, a sus directivos, a los queridos colegas, a los estudiantes que me enseñaron tantas cosas y que mantuvieron viva la fuente de la juventud.
35 años, más de la mitad de mi vida, la mejor porcion vital de mis experiencias.
Muchas gracias
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