Narrador
Ángel Aedo fue uno de esos raros especímenes de la fauna literaria en Colombia del que se habla mucho y no se sabe casi nada. Escritor que se precie de serlo lo conoció en sus diversas facetas, como vagabundo sin remedio, como poeta sin obra, como bardo criollo que no paraba de improvisar versos ante cualquier auditorio que se le anclara enfrente. Editor quijotesco de poetas y narradores mediocres, soñador incansable, autodidacta empedernido y adicto a todas la drogas conocidas incluida la de la fantasía patológica, Ángel dejó huella en el campo literario, una huella si bien imborrable, incómoda y para algunos despreciable. De este hombre sin sombra hablarán algunos de sus más cercanos allegados.
Nació en Sahagún, Córdoba, en 1953 el mismo día en que Rojas Pinilla derrocó al sombrío Laureano Gómez. Su madre, una maestra rural que casi no paraba en el pueblo, tuvo que dejarlo al cuidado de su hermana cuando el padre falleció en extrañas circunstancias, y fue ella, niña “Reme”, quien lo amadrinó hasta el final de los días en el pueblo, poco después de su graduación como bachiller y quien le consiguió la beca para estudiar periodismo y literatura en la Universidad de Panamá.
CRISTO FIGUEROA
Angelito, como le decíamos, era un niño calladongo, muy tímido, siempre recluido en sus deberes y en sus cosas, de modo que no era amigo de nadie. Yo sentía lástima por ese muchacho flaco, negrito y nada agraciado que además tartamudeaba de una manera tan vergonzosa que parecía condenado a la incomunicación con los demás. Lo que pasa es que mis hermanas mayores eran amigas de niña “Reme”, la tía que lo cuidaba y por eso lo veía en mi casa de vez en cuando y entonces me le acercaba como quien ve a un pajarito enfermo y trata de cuidarlo.
Con el tiempo nos hicimos más cercanos, aunque nunca para llamarlo mi amigo, pero si conocí algunos de sus primeros poemas que él escribía en unos pedacitos de papel de cuaderno y que luego arrancaba y arrugaba como avergonzado, pero que él me mostraba quizá con la esperanza de que yo lo apreciara, cosa que en realidad nunca hice.
A los quince años tuvo una especie de cambio milagroso. Su tartamudez desapareció de un día para otro, se pegó una estirada que lo convirtió en un muchacho alto y buenmozo y hasta se hizo más blanquita su piel. Los profesores empezaron a valorar su inteligencia y cuando se supo que había sido el mejor bachiller de Córdoba, le ayudaron a conseguir una beca para la universidad.
Todos en el pueblo hablaban de ese patito feo que de pronto era toda una celebridad, y con esa imagen me quedé yo después de que salió del pueblo. Muchos años después, ya en Bogotá, volví a saber de él, pero entonces andaba en su cuento de la droga y su aspecto había vuelto a ser el del negro flaquito y feo que fue de niño, aunque venia con la fama de poeta maldito, y eso era lo que me sorprendía, porque jamás me hubiera imaginado a Ángel de poeta, a pesar de haber sido testigo de sus primeros pinitos de escritor.
La verdad es que el impacto que me causó cuando lo volví a ver fue tan fuerte que decidí no entablar relación con él y mucho menos cuando supe de su adicción a las drogas.
JAIME
Llegó a Panamá con la fama de ser un genio y la verdad es que era muy destacado en el grupo donde estudiábamos. Leía cualquier cosa que se la atravesaba y con él compartíamos el gusto por el cine. Fundamos un par de revistas y hasta publicamos ensayos y escritos en el periódico de la universidad. No era muy alegre, pero si muy consagrado y sobre todo tenía clara su meta de convertirse en un poeta reconocido.
Participaba en cuanta tertulia surgía en la universidad, apoyaba los proyectos editoriales de los más jóvenes y empezó a sobresalir como orador en las manifestaciones de los estudiantes.
Hacia el tercer año empezó su lenta y programada deserción de la universidad. Comenzó a ausentarse de clases prolongadamente y a matricular pocas asignaturas, y eso nos distanció bastante. Supe de sus conflictos con los profesores y hasta me enteré de la matrícula condicional que le pusieron para el tercer año.
Ahí le perdí el rastro. La verdad es que nunca me imaginé que yo terminaría trabajando aquí e Colombia y cuando llegué lo busqué por un tiempo, pero nunca pude dar con él. Me contaron que se había ido para los estados unidos y supuse que allí se había quedado y había hecho una carrera prestigiosa, pero como nunca lo vi en las referencias académicas, ni en las publicaciones literarias de consulta, dejé de interesarme por él.
Me enteré de su fallecimiento por vía de un colega y fui a su entierro, eso es todo. La verdad es que poco tengo que decir más allá de ese par de años en que fuimos compañeros y buenos amigos.
Dejó la carrera a medio camino, cansado de clases sin sentido y de la prepotencia de profesores que hablaban de la poesía sin haber escrito un solo verso. Se embarcó como polizonte en un pesquero que llevaba como destino el puerto de Veracruz en México, con el firme propósito de ir a Nueva York, la ciudad de Lorca, el poeta granadino que tanto admiraba, pero nunca pudo cruzar la frontera y en cambio, vivió casi diez años errante por los más desiguales lugares de un México engolosinado con la tardía imagen de su revolución y de sus divas cinematográficas. Lo más cerca que estuvo del país del norte fue la ciudad de Chihuhua, donde se hizo amigo de Carlos Montemayor, el poeta y defensor de las comunidades indígenas, quien lo acogió en su círculo y lo inició en los secretos de la lucha social latinoamericana.
RAMON
Ese cuate sí que era un cabrón. Era el más borracho de todos los borrachitos de Chihahua y por lo que supe de buena parte de México. Aquí vivió los últimos cuatro años antes de su regreso a Colombia. Fue en “La Paz”, el bar más famoso de la ciudad, que empezó su famoso proyecto de retretes. Empezó como una especie de juego, de competencia entre los que usaban la pared como papel en las horas de la cagada. Y ese juego se fue haciendo cada vez más famoso y más exigente. De ese insólito ejercicio literario han quedado frases memorables y creo que no hubo chavo o poeta maduro que no participara. Hasta el punto de que hubo hasta un concurso con buena lana patrocinado por alguna revista cultural y en el que, obviamente, Aedo fue el jurado calificador.
Todo un caso ese Aedo. El maestro Montemayor le cogió cariño y hasta se lo llevó para su casa. Lo tenía como una especie de asesor y le pagaba salario y todo. Sé que estuvo presente como su invitado especial en la ceremonia de ingreso a la academia y todo eso lo hizo respetable a nuestros ojos.
Cuando tomaba se volvía un poeta verdaderamente brillante. Improvisaba como ninguno, pero a la hora de escribir era todo un fiasco. No era capaz de progresar más allá de cinco páginas, muchos contratos de publicación se vieron frustrados y ahí fue cuando entré yo por indicación del maestro Montemayor a tratar de ayudarle.
Hice varias transcripciones de sus iluminaciones orales, recogí y perfeccioné algunos poemas de sus manuscritos y seleccioné las máximas más célebres de sus retretes. Con eso hice un libro decente que publicaría la secretaría de cultura, pero ni eso se pudo lograr, porque Aedo tuvo siempre un reparo, una razón o simplemente una disculpa para no dar su visto bueno al libro, hasta que se perdió el interés y a él le salió lo de su viaje de retorno. El proyecto está todavía en mi casa y podría ser buena idea que se lo publicaran allá en Colombia, ahora que hay de nuevo interés por ese cabrón.
De vuelta a Colombia, se instaló en una Bogotá agresiva y despiadada que no supo comprender su vida y su obra. Se hizo ambulante por voluntad propia y llegó a niveles aberrantes de degradación, viviendo de la mendicidad y sumido en la droga. Para la época en que “el cartucho” fue demolido, se dejó de saber de él, pero meses después fue encontrado en la olla de Las Cruces y más tarde en la del Bronx. Hacia comienzos del nuevo siglo, el librero Carlos Torres lideró una campaña para recuperar al poeta vagabundo y logró traerlo de nuevo a las filas, pero su condición mental era ya tan inestable y su salud se hizo tan vulnerable que se empezó a temer lo peor.
CARLOS TORRES
Uy hermano, a eso loco del Aedo lo conocí ya en la últimas. Aquí venía hecho una mierda, sucio, drogado, a pedir plata. A mí me daba lástima con el hombre, pero había que echarlo y a veces a patadas porque le daba por joder a los clientes y se ponía con groserías y con insultos. Ya estaba muy resentido y no hacía sino recordar sus años en México y su vida en Panamá.
En ciertas ocasiones, cuando venía lúcido y limpio, era otra cosa: alegre, chistoso y culto, mejor dicho, otra persona. Pero como andaba siempre sin plata terminaba yo financiándole su vida, hasta que volvía al vicio y entonces había que sacarle el bulto.
Es muy raro recordarlo ahora, ¿sabe? Le tenía verdadera estima y creo que todos nosotros sabíamos que podía ser una buena persona, pero que el destino le había jugado feo. Un día salgo como a media noche y me lo encuentro tirado en el andén, lleno de babaza, convulsionando. La luz de la luna llena le iluminaba los ojos y en esos ojos a pesar de la crisis había bondad, absoluta bondad. No sé si fueron huevonadas mías, pero sentí una compasión como nunca antes por nadie y le dije a mi mujer que había que hacer algo por Ángel.
A ella fue a la que se le ocurrió que lanzáramos una campaña desde la librería para recuperarlo. Al fin y al cabo quién en Bogotá que tuviera que ver con los libros o con la literatura o con la poesía no sabía de Aedo, quién no había sufrido sus explosiones de furia o de ternura, quién no reconocía su talento, quién no había disfrutado de su oratoria.
Y así empezó la cosa. Una campaña que curiosamente funcionó lo más de bien y alcanzó para pagarle algunas sesiones de terapia en la clínica y luego para los gastos de hospitalización y para los funerarios, cuando se le vino la noche al pobre.
Chévere que ahora le hagan esta nota, es lo menos que podemos hacer por ese personaje que de alguna manera es una especie de espejo de tantos soñadores que todavía por fortuna, y me cuento entre ellos, tiene este país, aunque su destino pueda ser el de Aedo.
A comienzos el año 2005, con algo más de 50 años, Ángel Aedo, entró en una crisis hepática de la que ya no se recuperaría. Varios de los escritores que lo conocieron y algunos editores que le publicaron, así como numerosos discípulos inesperados y fieles, fueron a visitarlo al hospital de Caridad que lo amparó durante los cinco meses de su agonía. Por alguna razón inexplicable la profesora Liliana Ramírez se interesó por recuperar la obra de Aedo y fue gracias a ella que conocimos una recopilación de su poemario disperso en revistas y periódicos de todo talante, sus manuscritos diseminados en innumerables cuadernos, los poemas que aún recita la gente en algunas calles de Bogotá y que se sabe que son composición del poeta, así como los muchos “retretes” o máximas que Ángel escribía en sus noches de borrachera en los baños de las bares de los que era asiduo
LILIANA
Alguien lo mencionó en una de mis clases y llevó algunos manuscritos. Parecía más un mal cuento que la historia verdadera de un poeta en desgracia. Pero fueron tantos los datos y las referencias que me llevaron, que decidí armar un proyecto de investigación aquí en la universidad y en el que participaron con entusiasmo varios estudiantes. Había algo de mágico en el relato de su vida, tan llena de vicisitudes, tan poco ejemplar, tan repetida y tan repetible en ciertos personajes de la literatura nacional, que terminé de cabeza indagando sobre su vida y sobre su obra.
Me encontré con cosas maravillosas: su indudable talento para improvisar versos, su capacidad para captar la más sofisticada sensibilidad en las cosas pequeñas de la vida, pero también una franqueza inusitada ante un mundo lleno de injusticias y de desproporciones. Él mismo era una desproporción en el sentido poético. Su obra pasa de la más alta estética modernista al panfleto más ramplón; de la sentencia lúcida y magistral al lugar común de la oración boba.
Nos ayudó mucho el trabajo de campo en las calles y en las “ollas” de la ciudad, donde se le conoce, se le recuerda y se le respeta. De ese modo, recogimos un buen número de poemas que la gente recita todavía con pasión. Los cuadernos son otra de las fuentes de su obra. Cuando hicimos la convocatoria pública ofreciendo pago sonante y contante por ejemplares de unos cuadernos que imaginábamos ficticios, nos sorprendimos con la cantidad de ellos que nos llegaron, algunos donados para la causa. Supimos así que él los regalaba a personas que sinceramente se interesaban por su poesía.
Gracias a Ramón Olvera, el poeta mexicano que lo editó, tuvimos una interesante recopilación de sus máximas, de su “filosofía breve” como él las llamaba, de sus “retretes” como alguien las bautizó.
Finalmente conseguimos la publicación de un pequeño libro hace unos meses, justo para conmemorar los seis años de su muerte. Un mecenas inesperado y que ha pedido que no divulguemos su nombre, imprimió nada menos que diez mil ejemplares que hoy circulan por calles, buses de transmilenio, bibliotecas, cafeterías, librerías y por supuesto bares.
Al final he tenido una gran satisfacción con este trabajo especial sobre la vida y obra de Ángel Aedo.
Ángel Aedo murió el día en que también ocurrió el fallecimiento de uno de sus enemigos más poderosos durante su época subversiva: el tenebroso Julio César Turbay Ayala. Hoy nadie lo recuerda o no quiere recordarlo, de modo que este es quizá el único y tal vez el último testimonio de su vida. Paz en la tumba de Ángel Aedo.
Nota:
Este texto sirvió de guión para el documental producido por Daniel Rodríguez García, de próxima publicación
GRACIAS JAIME..POR DIFUNDIR ESTA INFORMACIÓN.